Capítulo 4 : Una película francesa

Probablemente, el cine francés no es lo que era. Ni siquiera era ya una sombra de lo que fue en los noventa, cuando resultaban refrescantes películas que contaban historias de personas (francesas, eso sí) por contraste con las interminables explosiones y la testosterona que dominaban la producción americana durante la era Reagan-Bush.

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Una persona que despertó intelectualmente en los noventa del siglo pasado, solo puede ver el cine francés como la esencia de lo europeo, como una forma de estar ante el mundo que, una vez asimilada, resulta entrañable y tan reconocible como el aroma característico de una casa en la que fuimos felices.

Probablemente, él no ha visto muchas películas francesas pero, al fotografiarle y, sobre todo, a través de los episodios –un poco de comedia ligera- que hicieron que él terminase delante de mi objetivo, era inevitable pensar en aquellas películas, por ejemplo de André Techiné, que parecían estar hechas para apelar a lo más íntimo, a lo más inteligente del espectador.

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Él le preguntó a un amigo mío si pensaba que yo querría fotografiarle, sin saber que yo ya me había fijado en él a través de su cuenta de Instagram. Paralelamente, yo vi que este conocido y él tenían relación (pensé incluso que, por edad, podrían ser primos o algo así, no sé por qué) así que me interesé también por la posibilidad de un encuentro.

Tengo que reconocer que las razones que me impulsaron para hacerlo fueron también un poco de película francesa.

Me intrigaba.

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A partir de una cierta edad, los jóvenes, las personas muy jóvenes, quiero decir, se convierten para nosotros en seres ajenos, como pertenecientes a otra especie. Probablemente porque se nos olvida la enorme fuerza, casi despiadada que proporciona ese sentimiento, peculiar de la juventud, de sentirse inmortal. De jóvenes, todos somos semidioses de un panteón menor. Deidades que piensan que el tiempo no las alcanzará nunca.

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Llegó al estudio con su novia, la cuale estaba enamorada de él (se veía) como solo se puede estar a los diecisiete años. Parecía observarlo todo con un cierto espíritu travieso pero con cautela, como un gato que entra en una casa desconocida. Tanto ella como él tenían el aire circunspecto que los jóvenes siempre adoptan en presencia de personas de más edad. Como siempre hago, ante cualquier persona que tengo que fotografiar, de cualquier edad, intenté tender puentes, conocer a la persona, encontrar uno o dos rasgos que pudiéramos tener en común, que pudieran suscitar ese mínimo vínculo emocional que es necesario para que el fotógrafo capte la esencia del modelo. Resultó difícil, porque los dioses son, en general, poco locuaces, aunque pertenezcan a esa clase de deidades cuya divinidad tiene fecha de caducidad.

No era frialdad, no era mala educación, no era en absoluto desagradable, era el esfuerzo consciente de mantener una distancia por parte de una persona que piensa de su interlocutor que jamás podrá entenderle en toda su profundidad. Y quizá tuviera razón, después de todo. Cuado abandonamos la juventud, la primera juventud en particular, es imposible no pensar que uno también olvida el idioma y que, todo lo más, tendrá que vivir de traducciones, de ecos cada vez más apagados.

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Una luz dorada, cálida, inundaba el estudio cuando empezamos a hacer fotos y él entonces se transformó en un ser mestizo que no era ni planta, ni animal, ni niño, ni coral, ni viejo, ni playa. Era él de una manera que solo él podía ser, de una manera brillante, única y magnética. A pesar de la cadena de bicicleta colgada del cuello, a pesar de la camiseta llena de agujeros. De una manera muy personal.

Su novia le miraba desde un rincón, fascinada y, mientras disparaba, el fotógrafo no podía dejar de inventarle finales a aquella película francesa.

Modelo: Poldi

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