Foto Bernal Vienna

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Archive for October, 2019

Capítulo 9: Nuestro hombre en La Habana

Hace algunos años, aún en vida de Fidel Castro, estuve en Cuba.

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Hice un viaje por la parte oeste de la isla. Durante los veinte días que duró, tuve tiempo de aprender a amar a aquellas personas, sumidas en las contradicciones de un comunismo que, al mismo tiempo que les condena a vivir en muchos casos al borde de la subsistencia, no ha podido terminar con un cierto arte de vivir y disfrutar de la existencia que solo puede provocar simpatía.

Durante aquel viaje, me dio tiempo incluso a escribir un libro, „Entre Virtudes y Ánimas“ se llama, el cual se publicó el año pasado (si alguno de mis lectores lo desea, que me lo diga y yo, previo pago, se lo mando).

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En mi opinión, se trata de lo mejor que he escrito, aunque solo sea porque es un texto escrito al paso de los acontecimientos, sin ningún tipo de pretensión más que la de reseñar honradamente lo que iba viendo, tratando de comprenderlo y de no juzgar demasiado.

De aquel viaje me quedó un recuerdo tan entrañable que no puedo más que extenderlo a todos los cubanos con los que me encuentro los cuales siempre resultan ser una gente estupenda y merecedora de toda la simpatía del mundo.

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Ayer, casualmente Día de la Hispanidad, estuve fotografiando a Luis (en estas páginas) un joven cubano que vive en Linz y que tuvo la amabilidad de desplazarse hasta mi estudio para esta sesión.

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Como siempre, fue un placer el escuchar de nuevo aquel acento del Caribe y comprobar lo preciso, lo cristalino y lo correcto que es el castellano de los que nacieron en aquellas tierras.

Luis llegó mucho antes de la hora que habíamos concertado. Le acompañaba su novia (austriaca) la cual asistió a nuestra sesión supongo que con curiosidad, pero en silencio. Observar a un fotógrafo en acción supongo que debe de ser algo extraño como es extraño observar el rodaje de una película y, en general, cualquier actividad artística en la que la técnica desempeñe un papel fundamental.

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En cierto modo, se trata de una cuestión de fe. El modelo, rodeado de los flashes, puesto frente al fondo, siguiendo las instrucciones del fotógrafo, se entrega en realidad a un acto de fe, porque cabe perfectamente dentro de lo posible que el fotógrafo sea también un impostor que, tras su seguridad, no tenga ni la más mínima idea de lo que está haciendo, un poco como esos farsantes que, de vez en cuando, se hacen pasar por médicos y operan a personas sin saber distinguir el bazo del tiroides.

Luis no solo fue un modelo muy obediente, sino que, cuando se relajó y se acostumbró a todos los artilugios que, necesariamente, le rodeaban, se soltó y empezó de alguna manera a disfrutar, que es la manera más segura de que las fotos queden bien.

(Continuará)

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Capítulo 8: el tigre vegetariano

Localicé su foto en una cuenta de Instagram y la compartí en mis Stories, y fue él el que me contactó para ver si podía posar para mí.

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Cuando recibí su mensaje, miré su perfil y le dije que sí. Pensé que sería interesante retratarle, y desde luego no me equivoqué. El proceso para llegar al estudio fue un poquito dificultoso, sin embargo. Una dificultad lógica, si bien se mira, aunque yo solo la he comprendido después de reflexionar un poco al respecto.

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Después de tanto tiempo presente en internet, sobre todo a través del blog que es el hermano mayor de esta página, yo ya estoy no solo acostumbrado a que me conozcan, sino a que la gente sepa que soy un tipo inofensivo.

Naturalmente, él no estaba en condiciones de saberlo y, hombre del siglo XXI como es, tenía ciertas sospechas de que yo lo que quería era que le comiera el tigre. Lo que él no sabía, claro, es que el tigre era vegetariano.

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Hubo un intercambio de mensajes, circunspectos al principio, en cuyo transcurso me di cuenta de que, de alguna manera, me estaban examinando. Mi seriedad, mis pretensiones, mi eventual peligrosidad.

Me preguntó cómo me reconocería, y yo le envié una foto hecha este verano, en la que se me ve sonriente en una terraza del centro de Madrid, comiéndome unas tapas (la foto la hizo mi hermano). Supongo que la afabilidad y la pose relajada de la foto terminaron de convencerle.

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También me preguntó si podía venir con alguien más, con su novia en concreto. Yo le dije que por supuesto, que sin ningún problema. Ninguno en absoluto. De hecho, no son pocas las personas que vienen a que las retrate y que se traen a un acompaöante. Es un poco como ir a la peluquería o como ir a comprarse ropa nueva. Siempre resulta relajante contar con una segunda opinión.

El día de la sesión de fotos estaba algo nervioso al principio, como si tuviera la mente en otra parte, y yo le pregunté, como siempre hago, cosas generales a propósito de su vida. Para mí, antes de empezar a retratar a una persona, resulta muy importante tratar de comprenderla, intentar saber cómo es.

Me explicó que es griego, de Atenas, y que solo estaba en Viena durante el verano. Que lo hacía todos los años. Estudiar en verano. Comercio internacional. Business. Esas cosas que hicieron a Onassis y Niarchos leyendas del comercio por mar (y un si es no es de la piratería, por qué no). Que hablaba alemán, pero que prefería hablar en inglés porque lo dominaba más y se encontraba más seguro. Ningún problema.

Cuando entramos al estudio, le mostré el espacio, le indiqué el lugar en donde podía dejar sus cosas y cambiarse de ropa durante la sesión.

Durante todo este proceso de explicación, sonó el teléfono varias veces. Resultaba curioso comprobar como él era otra persona en inglés que en griego. Todos, cuando hablamos nuestro idioma materno nos tomamos determinadas libertades. Ni el padre ni la novia se decidían a subir.

Cuando, tras algo de forcejeo dialéctico, colgó, me dijo :

-Tenemos treinta y cinco minutos.

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Yo le dije que, entonces, debíamos trabajar con eficacia (una sesión normal dura alrededor de una hora), y él se dispuso a dejarse retratar un poco como un deportista que sigue las indicaciones del entrenador o un soldado que busca adaptarse como un guante a las indicaciones del superior.

Al principio no sabía qué hacer (el problema de descubrir que uno, al final de los brazos, tiene unas manos con las que tiene que hacer algo) pero después de un par de disparos, se olvidó de que había una cámara y empezó a divertirse. Empezamos a divertirnos los dos, porque siempre es un placer fotografiar a una persona que se lo está pasando bien.

Para animarle, yo le mostraba de vez en cuando las fotos que hacíamos, lo cual aumentaba nuestra diversión, porque le daba confianza. De vez en cuando, yo traía algún chisme, de los que tengo para estos casos (una pequeöa pero muy rentable colección de atrezzo). Hacíamos un par de fotos. Se las mostraba. Si le gustaba, seguíamos. Si no, me decía : « no, I don´t like it ». Pronto me di cuenta de que poseía un extrano instinto y que, de alguna manera, yo le estaba mostrando una parte de él mismo que no conocía y que le gustaba.

-Tú crees que cuando vuelva a Grecia podré hacer esto también ? –y como si le pareciera una presunción, algo inadecuado haberse sentido así de guapo- como hobby, ya sabes.

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Yo le aconsejé que buscara fotógrafos principiantes. Cuando uno está empezando, siempre se alegra de tener un modelo gratis. Es una situación ventajosa para las dos partes, porque el que tiene oficio sabe sacar buenas fotos hasta de la persona más sosa, y un modelo con instinto, como él, puede hacer que uno fotógrafo disfrute y aprenda.

-Aunque no va a ser fácil –le dije- la mayoría de los fotógrafos solo quieren hacer mujeres.

Evaluó sus posibilidades, probablemente como Onassis cuando decidió comprar sus primeros barcos de la marina americana, prácticamente chatarra inservible. Inmediatamente vi que se había decidido.

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Cuando nos despedimos, me dio la mano calurosamente, muy agradecido. No había rastro ni de su padre ni de su novia.

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Capítulo 7: Viktor, el hombre de Indi Ana

Sin abusar demasiado de la fantasía, Viktor tiene edad para ser mi hijo. En cierto modo, es como si nuestras edades fueran un folio y la suya fuera mi edad, doblada en dos mitades casi perfectamente simétricas. No consigno este dato por ninguna razón, sino como mera descripción.

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Trabé relación con V. a través de Instagram, porque los perfiles de esa red social son un poco como las cerezas, que tiras de uno y te terminas llevando unos cuantos. Después de conocerle en persona, descubrí que la cuenta de Viktor es un poco como es él. Simpática pero discreta. Una cuenta a la que no le gusta llamar la atención. La seguí durante algunos meses, hasta que, durante un viaje a Barcelona, colgó una foto determinada y entones vi en él ese « algo más » que me llamó la atención lo suficiente como para contactarle.

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Así pues, lo hice. Felizmente, me dijo que hacía también tiempo que a él le apetecía contactar conmigo, y este mútuo interés me pareció un buen augurio.

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A partir de aquí la cosa se empezó a complicar un poco. Empezaron a surgir tantos impedimentos para encontrarnos que pensé que, al final, como ya ha sucedido otras veces, la cosa se frustraría. Victor está solo en Viena (ha venido a estudiar), sus abuelos estaban visitándole. Tenía que ocuparse de ellos y no se podía desplazar mucho. Al final, tras un intenso intercambio de mensajes de texto (tenía ya el dedo hinchado de teclear virtualmente) le pedí por favor si no podíamos resolver el tema con una conversación normal, de las de antes –el teléfono se usa cada vez menos para hablar, yo creo que es algo generacional-. Dicho y hecho : en dos minutos se resolvió todo y quedamos, en el Naschmarkt, en el centro de Viena, en un aparcamiento por debajo del cual pasa el rio Wien. Un sitio de una apariencia algo inhóspita, pero indudablemente fotogénico.

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En el día de autos, como tenía tiempo antes de ver a Viktor, decidí pasarme por una librería para curiosear –no compré nada- y luego me dirigí a pie al lugar de mi cita con Victor, pensando en tomarme un café en alguna parte –al final lo hice en el café Drechsler, recientemente renovado-. Justo pasada la fachada trasera del Theater an der Wien –la única que conocieron Mozart o Beethoven, por cierto- me detuve ante unos enormes portones abiertos y ante lo que parecía –y era- un gigantesco almacén. El depósito de la Academia de Bellas Artes. Fue como viajar en el tiempo. El edificio, un soberbio ejemplo de la arquitectura del hierro del siglo XIX, normalmente cerrado, parecía una aparición de otras épocas. Un fantasía steampunk. Había una exposición –de arte ucraniano- y una muchacha joven a la puerta, guardándola. Le pregunté si la entrada era gratis, y ella me dijo que sí, así que eché un vistazo. El arte ucraniano no era gran cosa, la verdad, pero el edificio era una maravilla.

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El interior del edificio del depósito de la Academia de Bellas Artes de Viena

Al salir, pegué la hebra con la muchacha que guardaba la exposición (también hubiera podido ser mi hija) y ella me explicó que era ucraniana, de un lugar al sur de Lviv –hermosa ciudad-. También me dijo que la zona en donde había nacido había pertenecido al imperio austro-húngaro y luego se quedó callada un momentito, como para que yo calibrase las indudables consecuencias de esta pertenencia territorial. Luego, le expliqué que los ucranianos y los celtíberos tenemos una cosa en común : comer pipas de girasol (cosa de media hora más tarde, me enteré de que en Bulgaria también es costumbre común). En estas estaba cuando sonó el teléfono y, con la historia a medias, me despedí de la amable muchacha ucraniana.

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La llamada duró dos minutos, que empleé en llegarme al café Drechsler, en donde me tomé un cortado doble.

Con el cuerpo entonado por la cafeína, llegué a la estación de Metro en donde había quedado con Viktor. Tardó un poquito –vive en un punto de Viena algo alejado y el Naschmarkt no es una zona por donde él se mueva mucho, según me explicó más tarde-. En las cercanías había un grupito de militantes del Partido Popular austriaco repartiendo propaganda electoral –bolígrafos y folletos de Sebastian Kurz. A mí no se acercaron –llevaba la cámara al cuello y les debí de parecer un turista-.

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Por fin llegó Viktor. Un hombre alto y sonriente, agradablemente tímido. Estuvimos hablando de su biografía (por fuerza breve, pero ya llena de incidentes). De cómo sus padres llegaron a Austria como refugiados, desde su Bulgaria natal y de cómo Viena, a pesar de haber nacido aquí, era para él una ciudad nueva, llena de rincones misteriosos y sorpresas. No hay de qué sorprenderse, porque los últimos seis años Viktor lo ha pasado en Indiana, en los Estados Unidos.

Cuando habla de ese tramo americano de su vida, no se puede evitar percibir una cierta nostalgia, que empieza por la manera que tiene de decir el nombre de Indiana. Lo dice como los americanos. Primero, Indi y tras una leve pausa Ana. Supongo que ha escuchado decirlo tantos miles de veces que ni él mismo se da cuenta de que no lo dice como lo diríamos los europeos.

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También hablamos de España, de sus cursos de español, siempre en una ciudad diferente. Sevilla, Salamanca, Madrid. En el curso de nuestro paseo fotográfico, terminamos en el gigantesco depósito de la Academia de Artes. Retomo mi conversación con la muchacha ucraniana y él me mira un tanto sorprendido, pero con diversión. Termino la historia que había empezado, la del porqué de nuestra común afición a las pipas. La chica debe de pensar que estoy como una regadera. Un loco inofensivo. Al salir, Victor me pregunta qué edad tengo.

-Yo creo que debe usted de tener treinta y ocho –me dice, para después darse cuenta de que me ha velto a tratar de usted- bueno, que debes tener.

-La semana que viene hago cuarenta y cuatro.

-Es que…Es que conservas un espíritu muy juvenil.

« Se hace lo que se puede » pienso yo.

(Continuará)

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Capítulo 6: Dani rompe el silencio

De vez en cuando, cuando a mí me apetece experimentar algo nuevo, quedo con Dani para hacerle fotos.

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Desde aquella primera sesión, a la que se presentó cargado con dos bolsas de deporte, he sido el depositario de su entusiasmo y, como suele pasar con los amigos, también he sido depositario de algunas confidencis. Entre foto y foto, Dani y yo hemos hablado mucho. Más él que yo, las cosas como son porque Dani es ese tipo de personas que habla contigo siempre como si fuera a ser la última vez.

Sin embargo, siempre es un placer oirle contar anécdotas de su viaje como mochilero por la India y, como comparte conmigo una interminable curiosidad por el ser humano, es también interesantísimo escucharle hablar de las mil y una personas que conoce.

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Siempre al galope entre dos fechas límite, siempre sentadito en la escalera, esperando el porvenir, Dani es una persona que tiene la sabiduría de un viejo y la candidez de un niño. Mira a la cámara lo mismo que mira a las mujeres, con una mezcla desarmante de fuerza y de fragilidad que, supongo son su defensa más firme ante los desastres de la existencia.

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Aquella tarde le esperé como siempre con todo preparado y él se presentó con unos vaqueros negros más bien gastados, calzado con unas botas de trotamundos, una camiseta de algodón y una cazadora vaquera. No recuerdo qué me contó. Quizá de su último trabajo. O del alquiler. O quizá hablásemos (o hablase él, apasionadamente, como siempre) del alma, de los espíritus, de estados de conciencia alejados de la prosa de este mundo.

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Yo le escuché, como siempre, atentamente, pero simultaneando la escucha con este u otro deber técnico. Que si las luces, que si el fondo, esas cosas.

Después, como dos tenistas que están calentando, empezamos a pelotear. Al cabo de un rato de posar, se aburrió e, inquieto, empezó a preguntarse qué podía hacer. Yo, como siempre hago, me quedé en silencio, porque sabía que de ese silencio saldría algo. Y salió. Ya lo creo que salió.

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Sobre una silla de aquella habitación por lo demás vacía (así conviene que sea un estudio fotográfico) había una botella de aceite Johnson para bebés. Se quitó la camiseta y se untó el cuerpo hasta dejarlo completamente brillante. Después, buscó con los ojos. Apoyada contra una pared había una bicicleta sin la rueda delantera la cual reposaba, inútil, a poca distancia. Dani vio aquello y sonrió, y luego me preguntó si estaba preparado y yo le dije que sí y entonces, durante cinco minutos, no duró más la cosa, me dio una foto buena detrás de otra, en un estado de flujo hipnótico que era como comprobar la aparición en aquella habitación de un ser brillante y extraño, de un pájaro brillante o de un animal extremadamente elegante. Ese tipo de fotos y de felicidad creativa que solo se dan cuando alguien te saca a bailar y tú no tienes más que dejarte llevar.

Modelo: Daniel Turcan

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