Capítulo 7: Viktor, el hombre de Indi Ana
Sin abusar demasiado de la fantasía, Viktor tiene edad para ser mi hijo. En cierto modo, es como si nuestras edades fueran un folio y la suya fuera mi edad, doblada en dos mitades casi perfectamente simétricas. No consigno este dato por ninguna razón, sino como mera descripción.
Trabé relación con V. a través de Instagram, porque los perfiles de esa red social son un poco como las cerezas, que tiras de uno y te terminas llevando unos cuantos. Después de conocerle en persona, descubrí que la cuenta de Viktor es un poco como es él. Simpática pero discreta. Una cuenta a la que no le gusta llamar la atención. La seguí durante algunos meses, hasta que, durante un viaje a Barcelona, colgó una foto determinada y entones vi en él ese « algo más » que me llamó la atención lo suficiente como para contactarle.
Así pues, lo hice. Felizmente, me dijo que hacía también tiempo que a él le apetecía contactar conmigo, y este mútuo interés me pareció un buen augurio.
A partir de aquí la cosa se empezó a complicar un poco. Empezaron a surgir tantos impedimentos para encontrarnos que pensé que, al final, como ya ha sucedido otras veces, la cosa se frustraría. Victor está solo en Viena (ha venido a estudiar), sus abuelos estaban visitándole. Tenía que ocuparse de ellos y no se podía desplazar mucho. Al final, tras un intenso intercambio de mensajes de texto (tenía ya el dedo hinchado de teclear virtualmente) le pedí por favor si no podíamos resolver el tema con una conversación normal, de las de antes –el teléfono se usa cada vez menos para hablar, yo creo que es algo generacional-. Dicho y hecho : en dos minutos se resolvió todo y quedamos, en el Naschmarkt, en el centro de Viena, en un aparcamiento por debajo del cual pasa el rio Wien. Un sitio de una apariencia algo inhóspita, pero indudablemente fotogénico.
En el día de autos, como tenía tiempo antes de ver a Viktor, decidí pasarme por una librería para curiosear –no compré nada- y luego me dirigí a pie al lugar de mi cita con Victor, pensando en tomarme un café en alguna parte –al final lo hice en el café Drechsler, recientemente renovado-. Justo pasada la fachada trasera del Theater an der Wien –la única que conocieron Mozart o Beethoven, por cierto- me detuve ante unos enormes portones abiertos y ante lo que parecía –y era- un gigantesco almacén. El depósito de la Academia de Bellas Artes. Fue como viajar en el tiempo. El edificio, un soberbio ejemplo de la arquitectura del hierro del siglo XIX, normalmente cerrado, parecía una aparición de otras épocas. Un fantasía steampunk. Había una exposición –de arte ucraniano- y una muchacha joven a la puerta, guardándola. Le pregunté si la entrada era gratis, y ella me dijo que sí, así que eché un vistazo. El arte ucraniano no era gran cosa, la verdad, pero el edificio era una maravilla.
Al salir, pegué la hebra con la muchacha que guardaba la exposición (también hubiera podido ser mi hija) y ella me explicó que era ucraniana, de un lugar al sur de Lviv –hermosa ciudad-. También me dijo que la zona en donde había nacido había pertenecido al imperio austro-húngaro y luego se quedó callada un momentito, como para que yo calibrase las indudables consecuencias de esta pertenencia territorial. Luego, le expliqué que los ucranianos y los celtíberos tenemos una cosa en común : comer pipas de girasol (cosa de media hora más tarde, me enteré de que en Bulgaria también es costumbre común). En estas estaba cuando sonó el teléfono y, con la historia a medias, me despedí de la amable muchacha ucraniana.
La llamada duró dos minutos, que empleé en llegarme al café Drechsler, en donde me tomé un cortado doble.
Con el cuerpo entonado por la cafeína, llegué a la estación de Metro en donde había quedado con Viktor. Tardó un poquito –vive en un punto de Viena algo alejado y el Naschmarkt no es una zona por donde él se mueva mucho, según me explicó más tarde-. En las cercanías había un grupito de militantes del Partido Popular austriaco repartiendo propaganda electoral –bolígrafos y folletos de Sebastian Kurz. A mí no se acercaron –llevaba la cámara al cuello y les debí de parecer un turista-.
Por fin llegó Viktor. Un hombre alto y sonriente, agradablemente tímido. Estuvimos hablando de su biografía (por fuerza breve, pero ya llena de incidentes). De cómo sus padres llegaron a Austria como refugiados, desde su Bulgaria natal y de cómo Viena, a pesar de haber nacido aquí, era para él una ciudad nueva, llena de rincones misteriosos y sorpresas. No hay de qué sorprenderse, porque los últimos seis años Viktor lo ha pasado en Indiana, en los Estados Unidos.
Cuando habla de ese tramo americano de su vida, no se puede evitar percibir una cierta nostalgia, que empieza por la manera que tiene de decir el nombre de Indiana. Lo dice como los americanos. Primero, Indi y tras una leve pausa Ana. Supongo que ha escuchado decirlo tantos miles de veces que ni él mismo se da cuenta de que no lo dice como lo diríamos los europeos.
También hablamos de España, de sus cursos de español, siempre en una ciudad diferente. Sevilla, Salamanca, Madrid. En el curso de nuestro paseo fotográfico, terminamos en el gigantesco depósito de la Academia de Artes. Retomo mi conversación con la muchacha ucraniana y él me mira un tanto sorprendido, pero con diversión. Termino la historia que había empezado, la del porqué de nuestra común afición a las pipas. La chica debe de pensar que estoy como una regadera. Un loco inofensivo. Al salir, Victor me pregunta qué edad tengo.
-Yo creo que debe usted de tener treinta y ocho –me dice, para después darse cuenta de que me ha velto a tratar de usted- bueno, que debes tener.
-La semana que viene hago cuarenta y cuatro.
-Es que…Es que conservas un espíritu muy juvenil.
« Se hace lo que se puede » pienso yo.
(Continuará)
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