La Regenta

La Regenta: el sexo es el precio (1)

La Regenta

Hace casi 140 años se publicó el primer tomo de la que muchos creen que es la mejor novela española después de el Quijote. Una lectura ideal para el verano.

En diciembre de 1884, antes del cambio climático, una nevada particularmente intensa bloqueó el puerto de Pajares durante varios días, impidiendo que pasara el tren correo que hacía la ruta entre Barcelona y Oviedo.

Leopoldo Alas en 1891
Leopoldo Alas en 1891 (WIKIPEDIA)

Este hecho debió de ser particularmente enervante para uno de los ciudadanos de la segunda ciudad: el catedrático Leopoldo Alas, de treinta y dos años, conocido hasta hoy por el seudónimo con el que empezó a firmar de joven, „Clarín“.

A finales de 1884, le había mandado a su editor barcelonés, Cortezo, el manuscrito del primer tomo de La Regenta, su opus magna y, comprensiblemente, debía de estar bastante impaciente por recibir los primeros libros impresos.

Uno piensa que esos días, con el tren atrapado por la nieve, no debieron de ser fáciles para la familia de Alas, el cual era un sabio sobre el cual Julio Verne hubiera podido haber modelado al profesor Liddenbrock, el iracundo protagonista de Viaje al Centro de la Tierra.

Aparte de por su endiablada caligrafía, que era el cachondeo de amigos y enemigos, Don Leopoldo era famoso por sus tonantes enfados, que se resolvían casi siempre (también es verdad) con bondadosos arrebatos no menos intensos.

Por ejemplo: cuando fue elegido concejal, durante la constitución del ayuntamiento de Oviedo a un colega se le escapó un “haiga”. Allí fue Troya. Clarín estalló y, cómo sería la cosa que, entre las risas de los demás, el pobre concejal dimitió allí mismo. Claro que, cuando Clarín se calmó, convenció al hombre para que retirase la dimisión.

Así pues, durante las navidades de 1884 debió de ejercitar una virtud de la que no andaba especialmente sobrado: la paciencia.

El puerto de Pajares se despejó a principios de 1885, con lo cual el autor debió de recibir los libros como una especie de regalo de reyes.

LA SEGUNDA MEJOR NOVELA DESPUÉS DE EL QUIJOTE

Volviendo a La Regenta, son muchos los que piensan que es la mejor novela en castellano después de el Quijote de Cervantes. Y, en cualquier caso, la mejor del siglo XIX.

Puede ser.

En esto de la literatura es difícil establecer este tipo de comparaciones pero yo creo que, en cualquier caso, ese segundo puesto sería ex aequo con “Fortunata y Jacinta” de Galdós.

Los dos libros, siendo muy diferentes, también son muy parecidos. En los dos se habla de un tema que era candente en el siglo diecinueve: la situación de la mujer en la sociedad. En los dos la simpatía de los autores se decanta por el punto de vista que hoy llamaríamos progresista, esto es, por mostrar que la mujer es oprimida injustamente por la sociedad, o sea, por el patriarcado.

Por último, y ciñéndonos estrictamente a la calidad literaria, tanto Alas como Galdós consiguen que, en ciertos momentos, tengamos que hacer una pausa en la lectura para salir de nuestra perplejidad y recordarnos que Fortunata, o el Magistral, o la propia Ana Ozores, no fueron personajes reales (aunque, en el caso de La Regenta, como luego veremos, la cosa no está tan clara).

UNA NOVELA ESCRITA EN SECRETO

A la altura de 1884, momento en el que empezó a escribir su primera y mejor novela, Leopoldo Alas era un respetado (y temidísimo) crítico el cual, en el curso de su carrera, se había ganado no pocos rencores.

Consciente de que el ambiente literario, como suele decirse, le tenía ganas, escribió La Regenta prácticamente en secreto, sin decírselo ni siquiera a sus amigos más íntimos. Algunos, como José María de Pereda, que también lo era de Galdós, incluso se le quejaron cuando supieron de la inminente aparición del libro.

Para redactar La Regenta, Clarín, insuperable cuentista, aplicó el mismo método de trabajo que utilizaba para sus relatos breves. El libro está escrito “en forma de artículos cortos que le iba enviando al editor una vez terminados” hasta el punto de que, a veces, se le olvidaba el nombre de algún personaje.

(Y, añado: a veces, como con la famosa historia del rocín intermitente de Sancho Panza, también se le quedaban algunos cabos sueltos, los cuales cabos no hacen sino aumentar la profunda belleza del libro).

La Regenta es la historia de un triángulo amoroso.

ANA OZORES: EL SEXO ES EL PRECIO

En Vetusta, “la noble y leal ciudad, corte en lejano siglo”, trasunto de Oviedo (aunque no de todo él, solo de la parte que le interesa a Clarín) viven tres personajes: Ana Ozores, mujer de Don Víctor Quintanar, regente de la audiencia jubilado (de ahí que la llamen “la Regenta”).

Ana es joven, casta (a la fuerza ahorcan) y hermosa. Hasta el punto de que su proverbial belleza es considerada por muchos una especie de monumento de Vetusta. Don Víctor podría ser su padre (“incluso su abuelo”, dice el bienintencionado cura que los casó), es bondadoso y está algo tronado. Su obsesión son los dramas de honor del siglo diecisiete. Por razón de su edad, mantiene con su mujer una relación paterno filial, en la que no existe el sexo.

Ana se consume de insatisfacción. Don Víctor no es capaz de contentarla en la cama ni de darle un hijo que la consuele de la estupidez de su vida.

La pobre señora busca consuelo en la religión y allí es donde topa con el segundo puntal de la novela, el formidable magistral, Don Fermín de Pas.

Personaje corrupto y farisaico, gobernado con mano de hierro por su madre Doña Paula, Don Fermín está en la misma situación que Ana: si ella no puede dar rienda suelta a los impulsos sexuales normales en una mujer joven y sana por estar atada al peso muerto que supone su marido, Don Fermín debe mantenerse célibe debido a su condición de sacerdote, la cual le garantiza una posición social que no hubiera disfrutado si no hubiera sacrificado su sexualidad en bien de la obtención de un ascenso social.

En La Regenta el sexo siempre es el precio que se paga por algo. Los pobres negocian con él porque su sexualidad es prácticamente el único patrimonio que poseen, y los ricos lo utilizan como instrumento de control.

Sobre estas bases, Ana Ozores y el magistral entablan una relación en la que la religión es solamente una excusa para hablar de sexo (sublimado, diría Freud) y esta relación, basada en la represión que ambos padecen, es el motor que alimenta, como las barras de uranio de un reactor nuclear, la locomotora imparable de la novela.

Porque también Don Fermín es un hombre joven, guapo, fuerte, sensual, que se ve en la obligación, para mantener su estatus, de sojuzgar a la carne.

El último personaje de este triángulo es Don Álvaro Mesía.

Si la castidad de Ana Ozores es, aparentemente inexpugnable (aunque Clarín nos abre la puerta de sus pensamientos y, nosotros, los lectores, sabemos que no es así) Don Álvaro es un seductor “deportivo”. O sea, un coleccionista de mujeres, un seductor, un Don Juan (Leopoldo Alas era un gran admirador del Tenorio de Zorrilla).

¿Cuál de los dos doblegará la virtud de la Regenta? ¿El cura, complejo, malvado a su pesar, esclavizado por su madre, que representa la hipocresía de la sociedad y, al mismo tiempo, la rebelión contra el sistema de clases establecido, o Mesía, por el que Alas no sentía la más mínima simpatía y al que denigra constantemente, particularmente en la segunda mitad del libro?

De fondo, una nómina de casi cien personajes inolvidables. Doña Visitación, la rencorosa cómplice de Don Álvaro, la misma doña Paula, la madre del Magistral, el marqués de Vegallana, Glocester, don Pompeyo Guimarán…En resumen: la vida.

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